sábado, diciembre 20

A 24 años del Argentinazo: cuando el pueblo desafió al poder

Entre saqueos, cacerolas, asambleas y represión, las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 marcaron el quiebre de la legitimidad política y la irrupción de la autoorganización popular. Hoy, frente a una nueva crisis de representatividad, el recuerdo de aquel levantamiento vuelve a interpelar a una sociedad desmovilizada y a una oposición que renunció a las calles.

El 19 de diciembre de 2001 los saqueos ya estaban en marcha. En medio de la tarde calurosa, el rumor de esquina corría de boca en boca: “mañana pasa algo”. El Argentinazo se estaba incubando y con él, el final del gobierno de la Alianza. Durante todo el día, oleadas de familias abordaban supermercados para forzar la entrega de alimentos o directamente saquearlos. Desde las provincias y el conurbano bonaerense, las imágenes se multiplicaban. Algo se había quebrado definitivamente.

Esa misma noche, miles salieron a pie rumbo al Congreso y a la histórica Plaza de Mayo. “No sé… Vamos a la Plaza”, respondía alguien a un notero, mientras la gente seguía llegando por las avenidas. Del ataque a los depósitos de mercadería, arrancar las mercancías que la población no podía obterner, casi sin transición, a la ocupación del espacio político. Las cacerolas y los cantos contra el estado de sitio decretado por el gobierno de Fernando De La Rúa expresaban una desobediencia abierta.

En paralelo, en los barrios empezó a circular el miedo: se decía que desde otras zonas vendrían saqueadores. Más tarde, se confirmó que había sido una operación de inteligencia destinada a sembrar pánico y evitar que las masas “cruzaran el Riachuelo”. Mientras el cacerolazo crecía y la policía se preparaba para reprimir, en muchos barrios se levantaban barricadas entre vecinos. Hubo incluso armas de fuego.

La indignación televisada, cuando la policía montada arremete sobre los cuerpos de las Madres de Plaza de Mayo siempre en pie de lucha.

Después vendría el grito que condensó el rechazo generalizado: “Que se vayan todos”, junto con la autoorganización popular en asambleas barriales y el fortalecimiento del movimiento piquetero.

Antonio Cafiero, todo un símbolo de aquellos años, llamó a esos hechos “el nefasto 20 de diciembre”. No era menor, el acontecimiento se forjaba con la idea de expulsar a la verdadera casta política del mandato social para gobernar. Con el tiempo, comenzaron a construirse discursos negativos sobre las jornadas del 19 y el 20: se aisló la rebelión de los años previos y se la presentó como un pasado caótico al que no había que regresar. Todo se redujo a relatos de miseria y delitos, ya fueran saqueos por desborde social o crímenes de las fuerzas represivas con reminiscencias del pasado.

Ese discurso no fue exclusivo de la derecha. Más tarde con el advenimiento del Kirchnerismo al poder, la llamada “década ganada” también reconstruyó la pérdida de legitimidad política, tomando parte de esas ruinas y la autoorganización fue progresivamente cooptada e institucionalizada. La idea de «volver a creer en la política” funcionó como consigna para encauzar una fuerza social que cuestionaba esa legitimidad.

La represión directa como vía de salida había fracasado: el gobierno de Eduardo Duhalde había sido eyectado impune tras el asesinato de los militantes piqueteros Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, en el marco de luego conocida como la «Masacre de Avellaneda», un crimen que desató una solidaridad peligrosa, resumida en una consigna imborrable: “piquete y cacerola, la lucha es una sola”.

A 24 años de aquellos hechos que marcaron un punto de inflexión en la historia de nuestro país, dónde la capacidad de la clase dominante de obtener el consenso activo de la sociedad, presentando sus intereses como universales a través de su hegemonía cultural se vio debilitada y en peligro, recordamos la potencia transformadora de los pueblos autoorganizados en las calles, en asambleas, participando activamente.

La politiquería de la especulación y la permanete crisis socio-económica que viene arrastrando el país desde hace años trajo, otra vez, una crisis de representatividad que rápidamente fue capitalizada por sectores de derecha. La crítica al “sistema democratico” no pide más democracia ni participación directa como aquellos años. Sus simpatizantes no movilizan, no están en las calles y toman como suya la agenda empresaria.

El progresismo se ha limitado a la crítica como oposición parlamentaria y, a lo sumo, periodística. Como desde hace años atrás su militancia también ha abandonado las calles para reducir sus movimientos a “esperar las elecciones”, al pragmático “malmenorismo” y al “frente anti Milei”. Por eso no conmemoran el 20 de diciembre. Porque radicalizarse es hacer el juego a la derecha. Porque volver al 2001 es “volver al infierno”.

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